“Siento un cansancio óseo que me calcina por dentro”
(Héctor Mujica)
“No existe lugar para el error ni para el arrepentimiento.”
(I Ching)




En la ruleta, tienes 1 chance de ganar y 37 posibilidades de perder, cada vez que rueda la bola, jugando la modalidad de número ganador que, si lo aciertas, te paga 36 veces tu apuesta. En las tragamonedas la opción de recuperar tu inversión es, en sí, lejana, logrando apenas comprar tiempo ante estas máquinas succionadoras de tu vil metal (soy un testimonio viviente de ello). El hipódromo electrónico es, quizás, una de las más auspiciosas maneras de tratar de ganar algo de dinero o, al menos, así yo me lo planteo: si juegas a ganador, tus opciones son 1 entre 6, pagando entre 3 y hasta 56 veces tu apuesta; si te decides por el placé, que consiste en pronosticar los dos caballos que llegarán en primero y segundo lugar, sin importar el orden, tus opciones son 1 entre 15, con dividendos que multiplican entre 3 y 900 veces la cantidad apostada. Me ufano en afirmar que soy una de las escasísimas personas que se levanta de la mesa de juego a quien la dependiente le reintegra dinero. De verdad que la mayoría de las veces o gano algo o recupero la inversión, mientras que los ludópatas que me rodean lo que hacen es meter y meter y meter dinero, apostando cuantiosas sumas en cada ocasión. Los jueves en la tarde, que es cuando yo –por pura cábala, me gusta el jueves– pruebo suerte con los caballitos virtuales, un cincuentón elegante con pinta de próspero que siempre está allí antes y después de mi estadía, juega simultáneamente en la máquina de póker y en el electrohipódromo, cambiando sucesivos billetes de 20 mil por fichas que arriesga con una ostentación que raya en lo obsceno.

No me estoy justificando, pero traten de conseguir empleo una vez cumplidos 45 años. Y yo, si por pagar el colegio de las niñas estoy dispuesto a todo, pues no pienso empezar a pintarme las canas ni a vestirme como un carajito para disimular mi edad a estas alturas de mi vida. Usted, me dicen, tiene mucha experiencia, está sobrecalificado para el cargo. Y una vez colocado este argumento sobre la mesa, dan por concluida la entrevista, agregando que ha sido un placer conocer a un profesional con tanta “experticia” (sic). Ya en la puerta, me despiden con el consabido “enriqueceremos nuestra base de datos adicionando (sic) su currículum". La escena me la sé de memoria, puesto que ha ocurrido sucesivamente a lo largo de unos cuantos meses, con pequeñas variantes de escenarios gélidos y personajes arquetipados.

El cuento de mi cuñado Ricardo es distinto, aunque similar, pues él era el patrón de su pequeña industria declarada en quiebra ante el aumento despiadado de los insumos foráneos y el bajón angustiante de la demanda local. Mi primo Efrén, por su parte, se las ha arreglado desde siempre para no tener que trabajar, lo que se dice trabajar, en oficios conocidos ni en horarios regulares. El podía pasar semanas enteras sin asomarse a la puerta de su casa y luego no dar señales de vida durante un par de meses. Eso sí, cuando reaparecía, lo hacía cargado de obsequios para mis hijas, a quien él llama sus sobrinas, chocolates importados para mi mujer y un cotizado whisky irlandés de malta para mí.
—Aquí tienes –sonreía– tus lágrimas de los dioses. Bébetelas y aseméjate a ellos, con su grandiosidad y misericordia.
—Amén.
—Eso sí, coño, compártelas con tus amigos.
—De eso se trata.
Entre tragos, Ricardo y yo insistíamos en sacarle información de sus actividades e ingresos. Pero él evadía, airoso, nuestros embates y respondía “me aburre el tema, no insistan, dejen la impertinencia”, con esa serenidad y discreción suyas absolutamente envidiables.
¡Canté una línea del bingo especial de las seis y regresé a casa con diecisiete mil bolívares más que cuando había salido! Este envite es más transparente. Siempre ves que alguien gana. ¡Hoy me tocó a mí! Aunque todavía no logro recuperar lo que llevo invertido. En el bingo, todo es más lento y el dinero rinde más. Lo que no puedes hacer es volverte loco, como las viejas sin oficio que te rodean, y jugarte más de 2 ó 3 cartones a la vez. Total, un cartón es el que gana. Hay que ser paciente y sonreír a tus vecinos de mesa, respondiéndoles a sus lugares comunes con monosílabos. El otro día una gorda reilona me preguntó mi profesión. Le contesté que era psiquiatra especializado en electroshock. ¡Qué puta manía la de enterarse de lo que hacen los demás para ganarse la vida! Una noche del sábado, estando con mi esposa, viene otra señora empeñada en que me conocía, en que mi rostro le resultaba de lo más familiar. “¿Usted es...?”, me pregunta. “Mucho gusto, Argimiro Piedra” (que es el nombre ficticio que uso para cualquier encuesta que me hagan, dando direcciones y números telefónicos y de tarjetas de crédito falsos), le respondo, extendiéndole la mano que ella sujeta tibiamente entre las puntas de sus dedos sudorosos. La entrometida a su vez me dice su nombre y su profesión. Cosmetóloga, creo que era, o esteticista facial y retoma su inquisición: “señor Argimiro, ¿usted es...?”. “¿Yo soy...?”, interrogo muy serio, haciéndome el pendejo. “Ay, lo que quiero decir es que ¿cuál es su profesión?”, balbucea la doña. “Ah, yo soy ginecólogo”, pronuncio envalentonado y voy más allá, “experto en papanicolau digital, a lo mejor de allí es que me recuerda, aunque la verdad es que no reconozco ninguna cara, comprenda que se me hace difícil ponerle rostros a mis pacientes, concentrado como estoy en...mis indagaciones uterinas, la matriz y las trompas de falopio que, permítame advertirle, son fascinantes. ¿Desde cuando no se hace usted una revisión a fondo?”. La dama palidece, traga saliva, se excusa y se levanta de la mesa. Mi mujer reprime la risa y casi se atraganta con su tequeño que apura con un largo sorbo de cerveza light. Horas más tarde, otra reportera amateur, en plan de picaresca crónica social, señala con los ojos a mi cónyuge que bosteza, comentándome: “¡su esposa como que ya quiere irse a la cama?”. Aguda, contundente, quien se casó conmigo hace ya diecinueve años, sonríe encantadora, felina, maliciosa y entona en su timbre de voz más sensual: “Nooo, la esposa del doctor ya hace rato que debe estar durmiendo, solita, en su cama, ¿verdad, papi?”. Y exhala, espléndida, el humo etéreo, azulado, de su cigarrillo light.
Estas vacaciones forzadas en las que vivo me han convertido en un chef improvisado que sorprende a las tres mujeres de mi casa con cenas diversas. La otra noche me inventé, por ejemplo, al compás de un Merlot cosecha 99 que me bajé por completo (y que, dadas las circunstancias, ha debido ser un Chianti o un Valpolicella del mismo año, pero confieso que hice acopio de lo que restaba en mi bodega), un plato que bauticé “Tornillos Modigliani”, compuesto por 500 gramos de tornillitos de pasta tricolor (de espinaca, zanahoria y remolacha, a saber), una lata grande de filetes de tomate sin piel y sin semillas (sugiero los importados de Italia), dos frascos pequeños de mini-mazorcas de maíz (whole baby corn, se escribe en inglés), una lata pequeña de aceitunas verdes rellenas de anchoas, atún, cebollitas de cóctel o pimentón (a su gusto), dos generosas pechugas de pollo (sancochadas y desmenuzadas) y, finalmente, medio kilo de mozarella finamente troceada (al mismo tamaño del tomate y el maíz, en justa proporción a la longitud de los tornillitos tricolores). Finalmente, todo junto y armonizado, se acompaña con queso pecorino rallado y pan francés recién horneado (en la panadería más cercana). Cocina de inspiración mía en honor a los desnudos de féminas “tumbadas” que pintaba el impresionista italiano Amedeo (sic) Modigliani y que yo homenajeo gastronómicamente (en ausencia de sus lienzos a la vista), en este milenio que estrenamos, cromatizando el menú con el amarillo del maíz, el verde de las aceitunas y el rojo preponderante del tomate.
Guido, a la sazón, otro jubilado precoz como yo, ex-compañero de bachillerato, me cita en el Margana del Centro Plaza para descubrir indignados que el lugar ha sido “remodelado” y, de hecho, ha mutado en un esperpéntico fast food sin atmósfera cuyo “diseñador de interiores” ha logrado, a fuerza de ambigüedad, que no se perciba ni el otrora emblemático aroma del café expresso o la especialidad de la casa, el sándwich frío de alcachofa, huevo sancochado, lechuga romana y anchoas (cariñosamente, mi esposa me advierte que uno se empieza a poner viejo cuando rememora y extraña estas minucias que constituyen la memoria sensorial, “organoléptica” le soltaría yo a un cliente cometiendo mi antigua profesión). A la sombra del humo de nuestras pipas, “Ducho” me propone iniciar un negocio, ¡cualquiera!, que nos permita mantener un ritmo y un nivel de vida decentes. Evaluamos proyectos desde el carrito de chicha que ninguno está dispuesto a atender hasta el porno-shop instalado en un minilocal de 4 metros cuadrados del nuevo “mall residencial empresarial”, con la esperada oposición de la junta de vecinos aduciendo razones de moral y buenas costumbres. Nos divertimos horrores poniendo nombres bizarros a nuestras elucubraciones, mientras nos percatábamos que el socio capitalista no era efectivamente él y, mucho menos, yo. Cambiamos de tema y comentamos el concierto en Caracas de la Premiata Fornería Marconi.
—¿La Premiata? ¿Y esos carajos todavía están vivos y tocando?
Rememoramos sus “Gordas de chocolate”, su “Isola di niente”, su “Dolcísima María” y todo el movimiento de colaboración que iniciaron esos italianos talentosos del rock sinfónico más airoso y estilizado, creando el “Banco per mutuo socorro”, institución mecénica que permitía a jóvenes músicos editar sus primeros discos. Así surgieron “New Trolls” con su “Concerto Grosso” (una de las más felices y risueñas orgías de rock progresivo y música clásica) y “El reverso de la medalla”. Celebramos también la visita de Rick Wakeman, el gigante y blondo artífice de “Las seis esposas de Enrique VIII” y su epopéyico homenaje a Verne, “Viaje al centro de la tierra”, full de sintetizadores.
Perdí diez mil bolitos en la ruleta y recuperé cinco en los caballos. ¡Algo es algo! , ¿eh?, sobretodo si te estás afanando desde que abren la sala de juegos a las tres en punto de la tarde y aguantas dos horas enteras jugando. ¡Tiene que haber un método para vivir del juego comedidamente, pero con profitabilidad! ¡Un montón de gente debe estar haciéndolo, rotando de bajo perfil, sin hacerse notar, por la media docena de casinos abiertos en la ciudad.
Estoy hecho un teleadicto. Nada de tv nacional, ¡eh!, que para eso pagamos cable –uno de esos gastos suntuarios a los que mi familia se niega a renunciar: ¡cable o muerte, camará! (sic)–. Yo podría perfectamente suscribir una línea 900 de consulta telefónica sobre teleprogramación internacional. Me hace falta “People & Arts”, pero se puede sobrevivir holgadamente gracias a “Film & Arts”, Antena 3 y Televisión Española (nuestro tarifa no incluye canales de cine). Series como “Policías en el corazón de la calle”, con guiones coherentes, personajes bien trazados y una realización cinematográfica con altas dosis de inteligencia, te inmovilizan ante la pantalla, al igual que “Días de cine”, “Saber y ganar”, “Metrópolis” y “La Mandrágora”.
Otra entrevista de trabajo, esta vez con unos cazadores de cabezas o, “head hunters”, en su original inglés. Más de lo mismo: ahí los gringos la pegaron del techo con la expresión “shit happens” o, mejor aún, “same shit, diferent day”. Ya me llamarán, me dijeron, para las pruebas psicotécnicas y demás. No verbalicé nada, pero me remití a aquella cita con el gastroenterólogo que me quería sodomizar por vía oral y anal (¿analizar?), con una vídeo-endos-rectos-copia. El médico se quedó con la manguerita bicéfala en la mano (y con las ganas de verme por dentro, ¡pervertido fisgón!). Yo huí sin pagar la consulta, convenciendo a mi colon supuestamente ascendente de que dejara de ser tan susceptible e irritable y prometiéndole que optimizaría mi alimentación, sin vinagre, picantes ni limón, tratando de averiguar cómo se minimiza el estrés (sexo mediante), sin llegar al yoga ni al tai-chí ni al feng-shui. Lumpias, sí. Tempura, okey. Bonsái, también. Geishas, dos. Si se puede, tres (¡qué estrés!, ¿remember la película de Saura?).
Empate técnico. Yo: 25 mil. Tragamonedas: 25 mil. Y un viejo a mi lado que se saca el acumulado, un jackpot de ochocientos mil bolívares que nos habría servido para ponernos al día con el condominio, el colegio de las niñas y hasta con el alquiler. ¡Puta suerte!
También leo. No he podido comprar la novela de Pérez Reverte, “La reina del sur”, después de comerme de un tirón su “Club Dumas”, ni “Clara en la penumbra”, de un psicoanalista latinoamericano que vive en Madrid, pero ahí voy poniéndome al día con la biblioteca de la casa. “Omertá”, de Mario Puzo, me resultó desabrida (y la verdad es que lograr “El padrino” fue una proeza más que suficiente, ¿no?). La terminé, por no dejar. Extraordinario Thomas Harris, desde su “Dragón Rojo” donde aparece por primera vez Hannibal Lecter, siguiendo con “El silencio de los corderos” y concluyendo por el momento con “Hannibal” que requiere, urgentemente, una continuación, dada la intensidad -y multiplicidad de facetas- del personaje principal (con los best-sellers de Harris y con la obra mencionada de Pérez Reverte se dramatiza cómo el cine, y esencialmente el norteamericano, banaliza, degenera, mutila y estupidiza, por decir lo menos, libros de ficción formidables). Inquietantes anticipaciones el “Leviatán” de Paul Auster y, sobretodo, “El señor del caos”, primera novela de un egresado de Yale y académico de Columbia que ignoro de dónde saca tiempo o fuerzas para rellenar justificadamente cada una de sus quinientas páginas y coronarlas con un tratado sobre la supremacía, la dominación política y la aniquilación del estado imperante a través de la propagación del caos (¡la propia novela-pánico!). Fluida “La novia de Matisse”, del español Manuel Vicent. Interesante, a pesar de todo, “El ocho”, de una novelista de quien no sé nada de nada, salvo que es angloparlante y se llama Katherine Neville, que produjo un libro del que te pegas y te desvelas a lo largo de 852 páginas, para que al final te des cuenta de que la autora está tan cansada de escribir como tú de leer y entonces apresura el final (donde debe haber una revelación que te han prometido desde el principio), haciendo que su heroína pierda coherencia y lucidez, cometa una estupidez “moral” jodiendo a todo el mundo, literalmente, y contándonos un secretito de mierda que no amerita la hemorragia de tinta. Grata, reconciliadora, “Carlota Fainberg” de Muñoz Molina. Variadamente afrodisiaca la colección que bajo el pseudónimo de “Anne Rampling” publica la fabricante de textos erótico-vampíricos Anne Rice (“¿acaso en el amor no somos todos unos chupasangre?”, se pregunta ella). Decepcionante el premio de novela breve otorgado a “Satanás”, del escritor colombiano Mario Mendoza (no entiendo cómo el miembro del jurado exigente que debería ser Cabrera Infante, avale galardonar a una novela tramposa, prefabricada según premisas comerciales y, lo más grave, aburrida). Ahora, quien la cagó en grande, tras sus tremendistas y sabrosamente soeces “Café nostalgia” y “La nada cotidiana” es la cubanita Zoé Valdés con su vacuo “Milagro en Miami”. Yo me imagino, no sé, que, tras escribir libros así, exitosos, suculentos, pues los autores firman contratos con las editoriales y se ven presionados a cumplir con cierto número de páginas en una fecha inamovible, además ya cobraron y se gastaron el adelanto por concepto de regalías y, plafff, dejan insatisfechas las expectativas que, ingenuamente, se hace uno como lector. Lo que sí fue una auténtica gozada, con carcajadas que retumbaban contra las paredes de mi casa: la relectura vargasllosiana de “La tía Julia y el escribidor”. Pedro Camacho se instaló a mi lado en el sofá, sugiriéndome con su voz engolada que “en cada vagina está enterrado un artista”. Será.
¡Justicia divina: pegué el bingo de cortesía de las cinco y obtuve 100 mil bolívares! Aún no estamos a mano, pero ya casi recupero mi inversión.
La economía de guerra continúa en mi casa. Domingo de pizza en promoción o comida china que rinde más y son varios platos, ambas opciones en el domicilio para no pagar propinas ni el diez por ciento de servicio (además las cervezas y refrescos salen más baratos). Cine sólo el lunes popular, cuando vamos los cuatro a la función de las siete, sin chucherías ni cotufas (llevamos refrescos en lata de la casa y merey que compra mi esposa en el mercadito que monta la alcaldía los sábados). Martes 2x1 en blockbuster. Compras en central madeirense los miércoles y viernes, vía Metro, cargado de bolsas en ambas manos y nunca hay asiento. ¡No me quejo!
¡Batacazo en el hipódromo electrónico! ¡El caballo René, contra todo pronóstico, me hizo ganar 800 veces mi apuesta! Lo que traducido a bolívares significa 240 mil. Me levanté, cobré y me vine corriendo a casa para librarme de toda tentación. ¡Este es el sistema! ¡Este es el método! ¡Voy a perseverar hasta perfeccionarlo!
¡Sobras maestras! ¡Me he vuelto un virtuoso en reciclar sobras maestras! Lo meto todo en el horno y nadie es capaz de adivinar qué demonios está comiendo, pero es riquísimo y nutritivo. ¡Hasta me aplauden! Ya sé que mi familia es un público complaciente, pero qué remedio. Necesito que me soben un poco el ego. Les digo que son recetas sacadas del programa “Cook like a chef”, de un canal que se llama “Casa Club TV”. El otro prodigio electrodoméstico es la licuadora, donde derrito y mezclo pequeños retazos de queso (blanco, americano, amarillo, ¡no discriminamos!) en caldos humeantes de pollo o carne con vegetales: zanahorias, papas, ocumo, apio o auyama. La cena de esa noche consiste en una apetitosa crema de lo que haya y sandwiches para matizar.
Con frecuencia me despierto de madrugada y escribo:
niño encuentra –en su caja torácica– bala perdida.
Por ejemplo.
¿Cocina de autor? ¡Eso dice mi hija mayor! Ella invitó a una amiga a almorzar el sábado y yo me inventé una “Ensalada Jazz” (jazz por lo de jam session, por lo de improvisación, por lo de escucha tú lo que toco al piano para que te me unas con el saxo, el contrabajo y la percusión), con lo que trajo mi esposa del mercadito: remolacha, queso blanco duro y huevos sancochados cortados en cuadritos. Mayonesa, mostaza, perejil y ya está. Amenizamos con refresco, jamón rebanado y galletas de soda. Dulce de lechoza con queso crema de postre y café guayoyito. Mi hija argumentó que los sábados nuestra familia acostumbraba un lunch ligero y los domingos un brunch copioso y tardío. ¡Somos tan fantasiosos y excéntricos! Me temo que nos estamos pareciendo a los locos Adams, a los Monsters, a los Simpson...¿replicamos lo peor de cada uno de ellos?
Ostentamos el dudoso honor de aparecer en la cartelera de morosos del edificio. Ya debemos cuatro meses y varios nos llevan la delantera. El del 61-B no paga condominio desde hace tres años y amenaza a voz en grito a los emisarios del departamento legal que vienen a cobrarle. Todavía no nos cortan el agua.
¡Ya está: vendimos el carro! No debemos condominio, ni alquiler, ni tarjetas de crédito, ni el colegio de las niñas. ¡Qué bien se ve la nevera llena! Me di un gustico y me compré Rhumorange. La baja etílica era grande.
Subieron el alquiler. Aumentó la matrícula de las niñas. La lista de útiles escolares es una grosería. No tenemos internet y leemos periódicos sólo el domingo. Una buena noticia: decretaron inamovilidad laboral y elevaron el sueldo mínimo. Salarios mayores, como el de mi esposa, quedan igual. Nuevos impuestos y mayor débito bancario prometen refrenar el déficit fiscal.
Me salió un free-lance. Lo hice y lo aprobaron. Ofrecen pagar a 60 días. ¿Me lo creo?
Está decidido. Somos cuatro: Efrén, Ricardo, Guido y yo. Mi hermana y mi esposa están enteradas. Efrén no tiene mujer conocida y Guido se divorció. Sin familia, no hay dolientes. El plan es impecable. Los riesgos están calculados. De tanto recorrerme los casinos, identifiqué el más vulnerable. Ya sé que me he radicalizado, sin peros, me he radicalizado. El casino elegido es el menor, con menos público, menos vigilancia, menos dinero. Y más vías de escape. La rutina me la conozco al pelo. No la han variado para nada en los últimos cuatro meses. Han sido 120 largos días de vigilancia y supervisión por parte nuestra. Hemos asistido solos y acompañados, con y sin mi hermana y mi esposa. De lunes a viernes, abren a las tres en punto de la tarde y cierran pasadas las cinco de la madrugada. Como un reloj suizo. Sábados y domingos, prácticamente, no cierran. No tiene sentido parar la máquina de dinero. Si la gente quiere gastar, aquí le ofrecemos desayuno, almuerzo, merienda y cena. Buffet de medianoche y canapés surtidos. Tequeños y pasapalos. Delicatesses. Café, alcohol, tabaco. ¡Se lo llevamos a la mesa o, si prefiere, sírvase usted mismo! Tanta amabilidad despierta sospechas. ¿Y si, finalmente, la fortuna nos sonríe?. ¡Una sonrisa con grandes dientes filosos y cuidados!. Caballeros, hagan juego, ¡la suerte está echada y hoy vamos a saber de qué estamos hechos!. El asalto es este jueves de quincena. Entramos los cuatro por separado a distintas horas: yo, después de las dos a-eme, recorriendo panorámicamente el casino para prevenir cualquier disfunción operativa; Guido, a las tres, y se instala en el nivel superior con visión de todo el local; Ricardo, a las cuatro, y se queda en la sala de planta baja, custodiando el único acceso; Efrén entra a las cuatro y cincuenta, con su maletín médico, buscando el acumulado del día en el bingo. Su sangre fría da para eso y mucho más. Antes ha estado afuera, comprobando la regularidad del patrullaje policial. Mi esposa y mi hermana (mis hijas y mis sobrinos están a buen resguardo fuera del país), tienen la misión primordial de crear falsas alarmas policiales y bomberiles como elemento distractivo que concentre la atención de los diversos cuerpos de seguridad en puntos lejanos de la ciudad (y como aquí nunca pasa nada, cualquier situación de emergencia convoca a todo funcionario adscrito a defensa civil, inteligencia militar, policía política, círculos revolucionarios, brigadas de orden o apagafuegos voluntarios), y a los medios de comunicación. Su segunda responsabilidad consiste en esperarnos en dos lugares pre-establecidos diferentes con documentos de identidad falsificados, mudas de ropa, maletines de viaje y la flota automotriz en los que finalmente nos desplazaremos. Del casino huimos en dos carros, por vías diferentes, para dificultar que nos persigan o atrapen. La acción está cronometrada y ha sido ensayada, en contextos similares, media docena de veces. Nuestra inversión de tiempo y dinero ha sido cuantiosa, sacrificando hasta el último de los recursos disponibles, incluidos sendos préstamos hipotecarios. Mantenemos contacto celular. Este proyecto no puede fallar. No hay lugar para errores ni contratiempos. El servicio blindado de recolección de efectivo pasa, religiosamente, a las cinco cuarenta y cinco de la madrugada, hora en que ya hay tránsito denso en las áreas circunvecinas, por tratarse de un enclave industrial densamente ocupado. La nueva aleación de las Glock 9 mm no son rastreables por los detectores de metal del casino (el gran error de esta gente es haberse quedado atrás en materia de seguridad: tienen una única entrada y salida frontal, su tecnología oriental de segunda mano es lenta y desfasada, sus vigilantes son viejos, sin entrenamiento, mal armados y peor pagados, lo que implica que no van a poner en peligro su integridad física para defender nada). Los cuatro llevamos chalecos blindados y un par de armas cada uno, con 16 proyectiles en el cargador. En los autos de huida nos esperan dos subametralladoras Uzi y unas pocas bombas de humo. Nuestras mujeres tienen otras dos Glock con varios cargadores de repuesto. Cinco en punto. Cantan el último bingo. Efrén vacía la bóveda posterior y Guido la de arriba.
Uno de los que tenía dolientes cayó. Ensayo cómo decírselo a mi hermana. Fue un solo disparo, mortal, en la cabeza. Ricardo quedó tendido en la acera, a pocos pasos del Fiat que Efrén había robado. Guido alcanzó a abrir la puerta y empuñar la Uzi, escupiendo una sóla ráfaga continua contra la fachada del casino. Eso fue lo que nos salvó a nosotros. Efrén tomo el volante y yo me quedé petrificado, viendo a mi cuñado con el lento fluido de sangre que le enrojecía su cabello blanco.
El empujón que me dio Guido me hizo reaccionar en cámara rápida, recogiendo el botín que cargaba Ricardo. Monté las dos bolsas de basura en el Fiat y arrancamos sin dejar de disparar la subametralladora. Abandonamos el otro carro frente al casino y enfilamos hacia el lugar de encuentro más cercano, donde nos esperaba mi esposa con el motor encendido de la van de carga. Durante el trayecto, mientras nos cambiamos de ropa, le narramos lo sucedido.
Mi hermana intuía el desenlace. Fumaba y lloraba en silencio cuando nos mudamos al camión cava. Efrén, ahora con un aspecto completamente diferente, volvió a ponerse al volante. Los demás íbamos atrás, ocultos en el doble fondo, en obstinado silencio, ocupados en combatir el frío que nos invadía desde adentro. La temperatura de cinco grados centígrados que preservaba la carne no nos hacía mella. Ni eso ni el olor agreste de la sangre del caído que nos seguía acompañando.
El rojo es un color que no percibo (sin ser daltónico, obviando la escala de grises, se me tiñe del negro más denso). Yo no he vuelto a apostar en mi vida. Mi esposa ya no trabaja. Con mi hermana y mis sobrinos, formamos ahora una familia bilingüe muy compacta que juega al presente continuo como único tiempo verbal.
(Caracas, 2004)